Si desapareciese todo lo que nos rodea, si nuestro mundo se derrumbara, si tuviésemos que salir corriendo de casa y sólo pudiésemos escoger algo mínimo que llevarnos, qué sería lo que elegiríamos antes que cualquier otra cosa?
No sé cómo surgió la pregunta cuando estábamos charlando en el coche el otro día A., R., y yo. No contesté. Me gustan los objetos, rodeado de lo que ellos significan o de lo que han significado en algún momento para mí: libros, cds, las pipas, las fotografías que tengo en mi cuarto y el estudio, los objetos de papelería, las plumas...
Y sin embargo creo que podría prescindir a toda prisa de eso. Podría deducirse que lo más lógico, conociéndome, es que me llevase un libro. Lo he pensado, claro. Pero bien mirado, no sabría cuál escoger. Si estuviese en una situación tan desesperada, no cogería nada. Nada más que lo que ya tengo, quiero decir.
Y sin embargo A. pareció dar en el clavo. Ella iría directa a una cosa: la carpeta con su documentación. Me pareció una idea lógica y práctica, ante un incendio, un terremoto, ante cualquier catástrofe debería ser lo primero que pensásemos coger. Pero no, quizá, si las cosas son diferentes.
Ayer fui a ver El Hundimiento. Mientras la veía, estaba poniéndole imágenes reales a cosas que había leído hace tiempo, como que en la ofensiva final sobre el Reich un coronel ruso envió a su superior como regalo tras la conquista de una zona de Prusia Oriental una escopeta de caza fabricada artesanalmente con remaches de plata, y unos grabados de Durero. Que a finales de abril de 1945 la población de Berlín se había convertido en experta en despedazar un caballo muerto en medio de la calle en pocos minutos. Que eran muy escasas las personas que habían tenido la previsión de hervir agua y almacenar alguna en unos cuantos botes herméticos para casos de necesidad. Las colas para el racionamiento, y a medida que pasaban los días y caían los obuses, la gente apartaba los muertos, limpiaba la sangre de su cartilla y mantenía la cola como podían. Cuando antes de que el cerco de las tropas soviéticas se cerrase, la mayoría iba a trabajar con su maletín con alguna muda y el saco de dormir. Luego, la vida en los refugios, las violaciones colectivas y la destrucción total: es paradójico que casi hasta el momento final de la capitulación el organismo que mejor funcionase fuesen las patrullas de la policía ahorcando a cualquiera que considerasen desertores o colaboracionistas.
No puedo hacerme a la idea de lo que significa el caos, a no ser precisamente esto: cuando ya no importa lo que tengas y no exista nada que pueda sustentar una normalidad, absolutamente nada. Ni siquiera la vida. ¿Cual es la distancia que separa lo convencional de lo grotesco, o peor todavía, lo convencional de lo trágico? Cuando incluso hasta los documentos pierden su valor o pueden condenarte por decir quién eres. Cuando en un momento lo más seguro puede ser el anonimato, y al cabo de un minuto eso mismo puede ser una sentencia de muerte.
No sé cómo surgió la pregunta cuando estábamos charlando en el coche el otro día A., R., y yo. No contesté. Me gustan los objetos, rodeado de lo que ellos significan o de lo que han significado en algún momento para mí: libros, cds, las pipas, las fotografías que tengo en mi cuarto y el estudio, los objetos de papelería, las plumas...
Y sin embargo creo que podría prescindir a toda prisa de eso. Podría deducirse que lo más lógico, conociéndome, es que me llevase un libro. Lo he pensado, claro. Pero bien mirado, no sabría cuál escoger. Si estuviese en una situación tan desesperada, no cogería nada. Nada más que lo que ya tengo, quiero decir.
Y sin embargo A. pareció dar en el clavo. Ella iría directa a una cosa: la carpeta con su documentación. Me pareció una idea lógica y práctica, ante un incendio, un terremoto, ante cualquier catástrofe debería ser lo primero que pensásemos coger. Pero no, quizá, si las cosas son diferentes.
Ayer fui a ver El Hundimiento. Mientras la veía, estaba poniéndole imágenes reales a cosas que había leído hace tiempo, como que en la ofensiva final sobre el Reich un coronel ruso envió a su superior como regalo tras la conquista de una zona de Prusia Oriental una escopeta de caza fabricada artesanalmente con remaches de plata, y unos grabados de Durero. Que a finales de abril de 1945 la población de Berlín se había convertido en experta en despedazar un caballo muerto en medio de la calle en pocos minutos. Que eran muy escasas las personas que habían tenido la previsión de hervir agua y almacenar alguna en unos cuantos botes herméticos para casos de necesidad. Las colas para el racionamiento, y a medida que pasaban los días y caían los obuses, la gente apartaba los muertos, limpiaba la sangre de su cartilla y mantenía la cola como podían. Cuando antes de que el cerco de las tropas soviéticas se cerrase, la mayoría iba a trabajar con su maletín con alguna muda y el saco de dormir. Luego, la vida en los refugios, las violaciones colectivas y la destrucción total: es paradójico que casi hasta el momento final de la capitulación el organismo que mejor funcionase fuesen las patrullas de la policía ahorcando a cualquiera que considerasen desertores o colaboracionistas.
No puedo hacerme a la idea de lo que significa el caos, a no ser precisamente esto: cuando ya no importa lo que tengas y no exista nada que pueda sustentar una normalidad, absolutamente nada. Ni siquiera la vida. ¿Cual es la distancia que separa lo convencional de lo grotesco, o peor todavía, lo convencional de lo trágico? Cuando incluso hasta los documentos pierden su valor o pueden condenarte por decir quién eres. Cuando en un momento lo más seguro puede ser el anonimato, y al cabo de un minuto eso mismo puede ser una sentencia de muerte.