Pues, a estas alturas, los ávidos lectores ya habrán comprendido que se trataba de una rubia falsa, joven y vestida con un conjunto de tricot que realzaba sus formas sin por ello impedirle presumir de recato. Mirarle el conjunto y odiarla era todo uno. Tenía el inconfundible aspecto de las que se quieren casar. Y, generalmente, lo consiguen.
- Bonito vestido - la piropeé -. Lástima que aún no haya podido visitar la planta de oportunidades de Galerías. Veo que tienen auténticas monadas.
El bobo del director de orquesta se unió a mis elogios:
- Precioso, precioso - y, en seguida a lo suyo, se ofreció a la intrusa para ayudarle a calcular el peso de varios tipos de batuta, en un recorrido íntimo por todas las batuterías de Madrid.
- Y los pendientes - añadí -, divinos. Es un acierto que los lleves pequeñitos, son ideales para los cuellos cortos.
No me hicieron ni puñetero caso, absortos como estaban ella en saber de qué oído era sordo Ludwig van, y él, todo paternal, en explicárselo. Me sentí en la necesidad imperiosa de intervenir de nuevo.
- ¿Es cierto que el dúo de Don Carlo y el Marqués de Posa está considerado como el momento álgido del tratamiento de la amistad en la ópera, según opinaba Carlos Gilberto Jung? ¿No será más acertada la tesis de Demetrio Hernández Lawrence en el sentido de que es infinitamente superior el tema que desarrollan Norma y Adalgasia, y que empieza tal que así?
Y me puse a tararear Guarda, o Norma, ai piedi tuoi, etcétera, con nulo efecto en mi interlocutor.
- ¿Para cantar Rigoletto contratan a jorobados de verdad? - preguntó ella, mientras el director prácticamente babeaba de embeleso. Yo casi me desvanecí: era la más tonta.
- Desde luego, querida - la informé por mi cuenta y riesgo -: recuerda la famosa escuela de barítonos gibosos de Parma, Massachusetts, fundada por Lucrecia Borgia.
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