Curioseando estos días entre las entradas que he tenido, descubro que varias visitas, casi diarias, son de Estados Unidos.
Y me permito fantasear con que quizá un escritor acaba de llegar a su estudio de Greenwich Village. No tiene demasiadas ganas de ponerse a trabajar. Dentro de media hora comienza en la tele un partido de los Mets, y decide escribir un par de ideas que ha anotado a lápiz durante la mañana. Mira el reloj y se conecta un momento a internet, mientras come unas tostadas, para comprobar si eso que ha garabateado puede tener base para algo más. Aburrido, comienza a enredar con el buscador, poniendo su nombre, luego el de su mujer, el de su hijo, el de varios de sus amigos, y por último, los títulos de alguna de sus obras. Con ellas teclea varias veces diversas propuestas. Juega con los idiomas. El suyo, el francés. Por último, el castellano.
Y ahí está, delante de él tiene el diario de un tipo que escribe en un español que entiende con dificultad: Libros, su nombre de escritor mencionado en varios sitios, la sorpresa de encontrar un fragmento de Trench, faros, viajes, memoria, azar... la que habla español es su mujer. La página de traducción automática parece estropeada.
Su Cuaderno Rojo queda bastante atrás en el tiempo. Él mismo ha jugado a borrarlo, a oponerle una librería china muy parecida a la tienda de Los Gremlins y un dependiente que vende cuadernos portugueses azules. Le gustaría contactar con el autor del diario, que firma como los analfabetos del Salvaje Oeste, para que, si sabe inglés, le aclarase alguna de las líneas que ha empezado a leer. El escritor neoyorkino rebusca en la página, entre los enlaces de la izquierda, incluso en el reloj del final, pero no encuentra activados los comentarios.
Y se queda con las ganas.
Mira el reloj, se da cuenta de que el partido ha comenzado hace diez minutos, apaga corriendo el ordenador, recoge el plato con las tostadas y se va al salón. Quizá mañana le pida a su mujer que se conecte y le aclare esas dudas. Aunque si tiene buenas ideas para el cuento que le han encargado, no sea más que una de tantas páginas encontradas y vueltas a olvidarse. O tal vez vuelva durante varios días por la simple curiosidad de ver en el espejo diferente de su ordenador el reflejo de una ciudad de cristal.
Y me permito fantasear con que quizá un escritor acaba de llegar a su estudio de Greenwich Village. No tiene demasiadas ganas de ponerse a trabajar. Dentro de media hora comienza en la tele un partido de los Mets, y decide escribir un par de ideas que ha anotado a lápiz durante la mañana. Mira el reloj y se conecta un momento a internet, mientras come unas tostadas, para comprobar si eso que ha garabateado puede tener base para algo más. Aburrido, comienza a enredar con el buscador, poniendo su nombre, luego el de su mujer, el de su hijo, el de varios de sus amigos, y por último, los títulos de alguna de sus obras. Con ellas teclea varias veces diversas propuestas. Juega con los idiomas. El suyo, el francés. Por último, el castellano.
Y ahí está, delante de él tiene el diario de un tipo que escribe en un español que entiende con dificultad: Libros, su nombre de escritor mencionado en varios sitios, la sorpresa de encontrar un fragmento de Trench, faros, viajes, memoria, azar... la que habla español es su mujer. La página de traducción automática parece estropeada.
Su Cuaderno Rojo queda bastante atrás en el tiempo. Él mismo ha jugado a borrarlo, a oponerle una librería china muy parecida a la tienda de Los Gremlins y un dependiente que vende cuadernos portugueses azules. Le gustaría contactar con el autor del diario, que firma como los analfabetos del Salvaje Oeste, para que, si sabe inglés, le aclarase alguna de las líneas que ha empezado a leer. El escritor neoyorkino rebusca en la página, entre los enlaces de la izquierda, incluso en el reloj del final, pero no encuentra activados los comentarios.
Y se queda con las ganas.
Mira el reloj, se da cuenta de que el partido ha comenzado hace diez minutos, apaga corriendo el ordenador, recoge el plato con las tostadas y se va al salón. Quizá mañana le pida a su mujer que se conecte y le aclare esas dudas. Aunque si tiene buenas ideas para el cuento que le han encargado, no sea más que una de tantas páginas encontradas y vueltas a olvidarse. O tal vez vuelva durante varios días por la simple curiosidad de ver en el espejo diferente de su ordenador el reflejo de una ciudad de cristal.